viernes, 30 de abril de 2010

LA NOVELA; DECIMA PRIMERA PARTE:


No se podía hacer otra cosa, y aunque suene cruel, su familia pasaba de él. Yo me fui corriendo a la entrada de urgencias y me presenté como su pareja, pensé que sería la única manera de que me dejasen entrar en aquella jodida sala donde él estaba. Pero no, no me llevaron con él, me acompañaron hasta una pequeña oficina donde un espigado médico me estaba esperando:
- Hola, soy el doctor Ibáñez- se presentó mirándome fijamente con sus profundos ojos-. ¿Es usted familia del paciente Alberto García?
- Sí, vivimos juntos- le dije. No es que quisiera engañarle pero tenía que saber qué le estaba pasando.
- Verá, no me andaré por las ramas. Creo que su compañero presenta un cuadro de cáncer pancreático exocrino. Le explico: son adenocarcinomas que se originan en los conductos del páncreas y habrá que controlarlos mediante cirugía y un posterior tratamiento conjunto de radioterapia y quimioterapia.
- ¿Es grave? – pregunté creyendo conocer la respuesta.
- ¡Es cáncer! Y como tal siempre hay un alto porcentaje de riesgo.
- Ya, pero… pillándolo a tiempo es fácil superarlo, ¿no?
- Así es, aunque me temo que éste no es el caso. Debido a que el páncreas está ubicado en una región profunda del cuerpo, no se pueden ver ni sentir los tumores en sus etapas iniciales durante los exámenes físicos de rutina. La ictericia, es decir, el color amarillento que presenta en la piel y ojos, solamente aparece cuando ya hay metástasis.
- ¿Metástasis?- pregunté. Nunca había oído esa palabra, pero al escuchársela a aquel médico no me gustó como sonó y me hizo sentir un gran escalofrío por todo el cuerpo.
- En este tipo de cáncer, por lo general, los pacientes no tienen síntomas hasta que se ha propagado por otros órganos, produciendo la mencionada metástasis.
- ¿Pero se pueden haber equivocado? ¿Puede que se trate de otra enfermedad?
- ¡Eso quisiera yo, equivocarme en estos casos! Sin embargo, la prueba CA-19-9 que indica la cantidad de marcadores tumorales de la sangre, ha dado positiva. Sus niveles son muy altos. Y además de la analítica se le han realizado las pertinentes ecografías, resonancias magnéticas y una biopsia que en las próximas veinticuatro horas nos mostrará sus resultados. El paciente deberá quedar ingresado y por todo el día de mañana será intervenido de urgencia.
- ¿Se lo han dicho a él?
- No, antes hemos querido informarle a usted. Si cree que no se encuentra con el suficiente ánimo para decírselo o quiere ocultárselo, nosotros actuaremos según nos indique.
- Preferiría decírselo yo- les dije sin apenas salirme la voz del cuerpo. No sabía si estaría preparado para ello, pero tenía muy claro que quería que se enterase por mí.
El médico se marchó y me dejó solo en aquella desangelada habitación. En ese momento me enfadé mucho conmigo mismo, por mi impotencia, por la terrible inutilidad que sentía; y a su vez también me enfadé con Dios, por su dejadez, por su indolencia. Le pregunté una y mil veces ¿por qué él? ¿Por qué siempre recaía todo el daño sobre la misma persona? Sumergido en mi silencio le reté a que hiciese un milagro, le desafié a que me hiciera una pequeña señal que indicase que existía, que ese Dios misericordioso al que todos adoraban estaba ahí de verdad. Le preguntaba insistentemente ¿por qué él? Habiendo tanta gente dañina en este mundo, tanto cabrón por ahí suelto, ¿por qué él? Resultaba injusto, tremendamente inhumano que otros fuésemos tan felices y en él recayesen todas las penurias del mundo. ¿Por qué él? ¿Por qué él?
Tras intentar tranquilizarme un poco, abrí la puerta de la sala donde él estaba y entré. Se encontraba en una cama situada al fondo, muy tranquilo; con el gotero puesto y un descolorido pijama de la Seguridad Social. Yo entré nervioso, igual de inseguro que aquel lejano día de nuestra primera comunión entrando a la iglesia; la diferencia era que ahora no le tenía a mi lado sonriendo para poder apoyarme en él. Me acerqué intentado disimular la pena que llevaba por dentro, aunque me la descubrió fácilmente. Con una sola mirada supo que no era nada bueno lo que tenía que decirle:
- Venga, suéltalo ya- me dijo burlándose de mí.
- No puedo hablar- le dije entre lágrimas-. No puedo…
- ¡Madre mía que ayuda tengo yo contigo!- lamentó riéndose-. Si tuvieras que ganarte la vida ocultando malas noticias te morirías de hambre. Venga, ¿dime qué es?
- Cáncer, Berto. ¡Es Cáncer!
- Menos mal…, por un momento creí que se trataba de Sida. De esa manera hubiesen tenido en la ciudad para cotillear durante un año. ¡Menudo morbo!
- Berto, no me hace ni pizca de gracia tu actitud. No entiendo cómo te quedas tan pancho sabiendo que tienes cáncer.
- José, lloraría por muchísimas cosas. Por perderte a ti, por la pequeña Bertita o por cualquier otra cosa importante en mi vida. Pero lo que no voy hacer nunca es pasarme los días que me queden de vida llorando o intentado dar pena. Si conseguimos ganarle la batalla al cáncer ¡cojonudo! ; y si no, intentaré disfrutar al máximo cada segundo de mi precioso tiempo.
- Me han dicho que mañana te operaran- le dije todavía consternado.
- Muy bien, ese será mi primer objetivo: superar la operación. Iremos sin prisa, poniéndonos metas que, una tras otra, superaremos juntos.
- ¡Joder, Berto! Se supone que era yo el que te tenía que darte ánimos…- pero no pude terminar la frase, enseguida un pertinaz nudo en la garganta me ahogó en un triste llanto.
- José, pareces una auténtica nenaza- me dijo riéndose-. Desde luego como tu apoyo sea así los próximos días seguro que cojo una depresión.
No sé cómo lo hizo, pero consiguió sacarme una ligera sonrisa. Una inesperada carcajada aderezada con unas furtivas lágrimas, una divertida y agria situación donde el primer sorprendido era yo. Pensaréis que sus palabras eran dubitativas, que intentaba ocultar su miedo bajo sus bromas; pero la realidad era otra, de verdad no sentía miedo, sus ojos no escondían temor ni nada parecido. Había llorado como un niño al sentir la indeferencia de sus padres o al marcharse su amado Jorge; y en cambio, por su enfermedad, no derramó ni una sola lágrima, lo que menos le importaba era él mismo. Me hablaba plenamente convencido de que lograría burlarse de aquella tremenda situación, y así continuó hasta que los efectos de aquel gotero le fueron cerrando los ojos y quedó dulcemente dormido.
Yo me quedé allí, de pie, contemplándolo como si fuese la primera vez que lo veía, como si lo acabara de conocer. Me recreé mirando su cara, recorriendo cada minúsculo rincón de su rostro, como memorizando hasta su más insignificante seña de identidad. Resultaba increíble que se hubiese dormido tan placidamente, como si no ocurriese nada malo. En aquel preciso momento descubrí que en realidad se trataba un ser distinto, un personaje único, completamente diferente al resto de los demás mortales.
Llamé a Ángeles para contarle todo lo ocurrido y le pedí que pusiese al corriente a mi jefe, prefería que no le mintiese con raras excusas y le dijera que los próximos días no podría cumplir con mi trabajo, que no me importaba que me los descontase del sueldo.
La operación resultó perfecta y tuvo que permanecer ingresado durante doce días. En ese tiempo hubo momentos de todo. Tiempo para reír con sus ocurrencias, para desvelarnos de noche o mal dormir de día, para aguantar unos fuertes dolores y para disfrutar de las pocas visitas que tuvo. Por allí se acercaron mis padres, Ángeles y poco más.
Una mañana, aprovechando que dormía, le cogí su móvil con al intención de ver su agenda y llamar a sus amiguetes para que viniesen a visitarlo. Pensé que sería agradable que viese caras conocidas por allí. Sin embargo, para mi sorpresa, solamente existían tres teléfonos grabados en él: el número de Ángeles, el mío y el de Jorge. Me parecía increíble que alguien como él, una persona tan abierta y agradable, tuviese un círculo de amistades tan reducido. Aquella escueta agenda de móvil era la cruda muestra de que se encontraba muy solo en la vida, tremendamente solo. Lo abandonó todo para venir otra vez a su ciudad, dejó su vida en la capital, sus amigos y su juventud. Regresó para estar más cerca de los suyos, de sus recuerdos, de su casa de siempre y de sus padres, pero curiosamente cuando menos kilómetros existían entre ellos, más distanciados estaban.
De aquella triste agenda sólo quedaba Jorge por avisar, y lo llamé:
- Sí, dígame…- contestó.
- Hola, Jorge. Soy José.
- Hola, José, ¿Cómo estáis?
- Regular, por no decir que mal.
- ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?- preguntó preocupado.
- Me temo que sí. Berto está ingresado, le han detectado un cáncer en el páncreas. Por eso te llamo, he pensado que a lo mejor querías venir a verlo.
- Querer claro que quiero, pero no puedo. Me encantaría estar allí con él, pero créeme, me resulta imposible regresar.
- No te entiendo. Te fuiste sin dar explicaciones, apresuradamente y dejando a Berto destrozado. ¿Qué ocurrió?
- José, te aseguro que no me fui por mi propia volunta. Me obligaron a abandonar la ciudad-contestó apurado.
- ¿Quién te obligó? ¿Cuéntame qué pasó?
- Andrés, su hermano. Fue cuando presenté el proyecto de la pasarela en el ayuntamiento. Necesitaba un voto más para conseguir que nos lo adjudicaran, un voto que valía un deseo: el sueño de Berto. Con ese simple voto conseguiría cumplir el deseo de realizar una gran obra en su ciudad que fuese recordada para siempre. Pero el dueño de ese sueño, el que tenía ese voto que faltaba para lograr esa hermosa fantasía era su hermano, el único concejal que quedaba por votar. Él se acercó discretamente a mí, y me dijo que si quería que aquello fuese una realidad debía desaparecer para siempre de su vida. Abandonar nuestro estudio de arquitectura, abandonar la ciudad y abandonar a Berto. Sé que si se lo hubiese contado habría preferido perder el proyecto antes que a mí, pero era una oportunidad económica única que no podía robarle, con ese dinero podía pagar por completo su piso y le supondrá un gran reconocimiento como arquitecto a nivel nacional. No podía negarle ese sueño, no pude negarme ante aquel ofrecimiento. Berto siempre ha sido muy generoso con todos los que hemos estado a su alrededor y creí que ya iba siendo hora de que recogiese un poco de todo lo que ha repartido.
Yo me quedé sin habla, la familia de Berto no dejaba constantemente de sorprenderme. Parecía increíble que ninguno de ellos se posicionara a su lado o comprendiese su sentido de vida. Resultaba incomprensible que pudiesen dormir tranquilos estando él en aquellas condiciones.

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