viernes, 23 de abril de 2010

LA NOVELA; CUARTA PARTE:

       
      Aquel interminable verano.
         Desde niño siempre pasé las vacaciones en aquel pequeño pueblo pesquero, y tal vez por ello el mediterráneo comenzó a correr por mis venas a temprana edad y su olor a mar despertaba en mí un hormiguero difícil de explicar.
          Mis padres, nada más acabar el colegio, me mandaban allí, y para mi aquello resultaba genial porque era el primero que llegaba de la pandilla. Después, solamente debía esperar pacientemente el continuo goteo de amigos que venían de otras ciudades.
         Pero lo mejor no era eso, sino que Berto, desde que cumplió diez años, siempre me acompañaba en mis vacaciones. La abuela ya lo tenía asumido y por eso colocó una litera en el dormitorio que tenía reservado para mí. Supongo que ser el único nieto tenía sus ventajas, y ésta era una de ellas.
         De ahí que resultasen extrañas esas últimas vacaciones, las primeras después de mucho tiempo en las que mi inseparable amigo no venía conmigo a la costa. Un hecho que a la abuela le extrañó muchísimo.
-         Nene, ¿cómo es que no ha venido Berto contigo?- me preguntó con su dulce y melosa voz.
-         No ha podido, abuela. Tenía otros planes.
-         Anda, si a mi no me engañas. Venga, ¿dime qué ha pasado?
-         Nada, abuela, que nos vamos haciendo mayores y cada uno va escogiendo su camino.
-         Pues sería una pena que perdáis una amistad tan hermosa, si os habéis criado siempre juntos. ¡Qué miedo me da de a quién te arrimes ahora!- exclamó preocupada-. Ten cuidado que hay mucho sinvergüenza por hay suelto y la juventud de hoy en día no tiene educación ni la ha conocido. Tú sólo júntate con gente conocida de toda la vida.
-         Vale…, abuela-asentí-. ¡Qué no soy ningún bebé! No te preocupes que sé lo que tengo que hacer.

            Aquel verano que yo presagiaba fantástico, fue un autentico desastre. A todos los lados donde iba me encontraba desplazado, como si me faltase algo. No pude ni un solo día, durante los dos meses de julio y agosto, olvidarme de él. Todos los amiguetes me preguntaban por su ausencia, de que no hubiese venido ese año conmigo; y, como es lógico, yo no paraba de inventar malas excusas para evitar contar la cruda realidad.
           La verdad es que aquel año el mar parecía distinto. El sol se reflejaba de manera distinta sobre él y los inagotables destellos plateados que se divisaban desde la silleta de mimbre que había en el balcón no brillaban como de costumbre. Puede que el verano también le echase de menos, que sus aguas sintiesen nostalgia de su piel bañándose en ellas… No sé, son tantas cosas las que podían ser…
           Hubo una mañana que no fui con la pandilla a la playa del faro. Me encontraba un poco tristón y preferí bajar con la abuela a la que teníamos justo delante del piso. Parecía un pedregal, aunque con su agradable compañía se transformaba en un paisaje idílico en pleno Caribe. Aquel día, una de las vecinas del bloque, una señora regordeta que le encantaba bajar a la playa cargada con todas las joyas que tenía, sacó un tema que me cogió por sorpresa.
-         Señora Maria, ¿ha escuchado las noticias de la tele?- preguntó a mi abuela desde su oxidada silleta de playa.
-         No. ¿Qué ha pasado?
-         ¿Qué ha pasado…? Pues una marranería. Ahora resulta que han aprobado una ley para que los homosexuales se puedan casar.- comentó la mujer escandalizada-. ¡Qué bonito, dos hombres juntos! ¡Qué asco me da pensarlo!
-         ¡No sé a dónde vamos a llegar! Se ha perdido la vergüenza y se ha perdido todo- respondió mi abuela dándole la razón-. Nene, tú ten cuidado con el sida ese que nombran por ahí.
-         Abuela, no seas exagerada. La juventud está muy informada a de todo. Además, el que quiera acostarse con una mujer que se acueste, y el que quiera con un hombre, pues que lo haga también. Hay que dejar que la gente se sienta libre y que realice con su cuerpo lo que quiera-contesté intentando restarle un poco de importancia al asunto.
-         ¿Libre? ¿Qué sabrás tú lo que es ser libre?-respondió aquella gorda impertinente-. En mi tiempo a los maricones los metían en la cárcel y allí le quitaban todos los vicios. ¡Vaya que si se los quitaban! Todos son un atajo de pervertidos que sólo piensan en jovencitos. Si se la cortaran a todo el que pillaran, ya verías tú como habría menos maricones.

     Aquella mujer me dejó mudo, sin palabras, parecía que había realizado un master en maricones y cada vez que los nombraba se le llenaba la boca de mierda para escupir estupideces.
-         Bueno, no todos son viciosos- le intenté explicar-. Hay algunos que no pueden remediar que le gusten los hombres; ya nacen así y para ellos es algo natural. Nadie elige su sexualidad- contesté intentando que lo viese desde otro punto de vista.
-         ¿Cómo?- respondió resoplando-. Los homosexuales están enfermos, y eso se puede curar. El párroco de mi barrio nos lo ha explicado cientos de veces y en la mayoría de los casos la causa es porque en su casa ha faltado la figura de alguno de los padres.
-         Yo no estoy de acuerdo con usted. Conozco un caso en el que su padre y su madre viven y son una familia completamente normal. A él no le falta nada ni nadie.
-         ¿A qué se dedica su padre?- preguntó ella muy airadamente.
-         Trabaja por las noches, en un parking. ¿Por qué?
-         ¡Ves como llevo yo razón!-exclamó mirando al cielo-. Su padre trabaja de noche y de día duerme. ¿Y cuándo está con su hijo? La respuesta es nunca. En ese caso falla la figura del padre y es por eso que ese chico se encuentra desorientado.

            Su contestación me dejó perplejo, sin palabras. La muy condenada tenía respuesta para todo, y lo peor es que se las creía, que pensaba que llevaba razón. Yo preferí callarme y no continuar con aquella absurda conversación; hablar con ella era como hacerlo con una pared. Aunque ella continuó con su machacona conferencia hasta que llegó la feliz hora de comer y por fin mi abuela decidió regresar al piso. Mientras caminaba por la ardiente arena pude escuchar como seguía dándole la paliza a otro pobre hombre que se encontraba sentado en la sombrilla de al lado. ¡Madre mía! ¡Qué pesada!
          Aquella mujer, sin pretenderlo, me hizo reflexionar sobre cómo reaccioné ante el problema de Berto. Casi todo el mundo hablaba de los homosexuales con repulsa, y tal vez por ello no se atrevió nunca a comentarlo. Pensó que le daría de lado al enterarme, y puede que al final llevase razón porque eso era realmente lo que hice.
           Acabó el verano, el cual resultó más tranquilo de lo que yo en un principio esperaba, y llegó septiembre con sus correspondientes exámenes. Pero, para aumentar mi desdicha y a pesar de que puse todo mi empeño en ello, la dejadez de mi actitud cara a los libros durante aquellas vacaciones dio sus esperados frutos: todas suspensas. No conseguí recuperar ninguna de las cuatro asignaturas. Aquella fatídica noche en la que me peleé con Berto seguía dando sus nefastos frutos, seguía persiguiéndome insistentemente. A él no le volví a ver, se marchó a la universidad, a la capital, y le perdí completamente el rastro. Supe, por unos amigos en común, que comenzó la carrera de arquitectura… y poco más.
          Yo en cambio decidí terminar un módulo de administrativo, y tras obtenerlo conseguí colocarme como vendedor en una céntrica inmobiliaria.
         Muy de vez en cuando me cruzaba con su madre por la calle o la escalera del piso, pero aquella relación tan familiar que siempre habíamos mantenido desapareció dando paso a un escueto y formal saludo. No creo que supiese realmente lo que sucedió entre nosotros, aunque…, tarde o temprano, se enteraría de ello.

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