jueves, 29 de abril de 2010

LA NOVELA; DECIMA PARTE:

         La enfermedad.
   La noticia del embarazo de Ángeles corrió como la pólvora. Todo el mundo nos felicitaba y me sentía el hombre más dichoso sobre la faz de la tierra. Para aumentar más aún mi alegría, encontré trabajo en una asesoría de empresas; resultaba el trabajo perfecto porque era realmente para lo que había estudiado.
 Berto continuó trabajando sobre el proyecto del nuevo puente de la ciudad, una faraónica obra arquitectónica donde intentó expresar todo el talento que llevaba dentro. Dedicó muchísimas horas del día a ultimar todos los posibles imprevistos que pudiesen aparecer, dando lugar a que en aquellas fechas nos viésemos relativamente poco, aunque siempre permanecimos en contacto telefónico.
    Los meses pasaron hasta encontrarme abocado a las puertas de paritorios: sí, yo también entré al parto. A pesar de que estuve los nueves meses acojonado pensando si debía hacerlo o no, al final decidí entrar y la verdad es que fue una de las cosas más bonitas que he vivido. El parto transcurrió sin complicaciones y pronto pude ver una diminuta cabecita asomarse a lo que iba a ser su nuevo mundo. Mis ojos se fijaron en su dulce cara y rápidamente encontré los mismos rasgos que su madre, era idéntica a Ángeles. Una preciosa niña acababa de llegar a nuestra vida, un hermoso y regordete bebé que daba ganas de comérselo. De pronto comenzó a llorar, y como si nos hubiésemos puesto de acuerdo todos, también nos invadió un emocionado llanto. No sé quién lloró más, si la madre, la hija o yo, el tonto del padre.
    Después, ya un poco más relajados, una de las enfermeras me la dio para que la tomase. Dos sensaciones completamente nuevas emergieron de lo más hondo de mí: por un lado me daba miedo que se me pudiese caer de mis torpes brazos; y por otro, un agradable bienestar por tenerla entre mis manos. En ese instante no pude evitar acercar mis labios a su diminuta cabecita y besarla. En ese instante encontré otro de esos besos mágicos como los que tanto buscaba Berto. Fue increíble sentir el tacto de aquella angelical piel en mis labios y no quería, por nada en el mundo, separarlos de su cara. Cerré los ojos e inspiré hondo, como saboreando aquel precioso momento; quería llevarme su olor a bebé para siempre conmigo, quería sentir la palabra Hija junto a mi ser. Ella era un pequeño trocito de mí y de Ángeles, un regalo para dos que siempre compartiríamos. Siempre. Toda una vida.
     Al bajar a planta, una de las primeras visitas que tuvimos fue Berto. Estaba loco, eufórico, y no dejó de besarnos ni un instante. Parecía que el bebé era suyo y repetía una y otra vez que su tío Berto la iba a malcriar. Aquel fue un día especial, una fecha alegre que necesitábamos urgente en nuestras vidas. Ella estaba pletórica junto a su bebé y sabía, sin duda alguna, que sería una madre modélica, la madre que todos hubiésemos querido tener de niños, tierna y comprensiva. 
     Decidimos llamarla Berta, y no creo que haga falta explicar por qué. Resultaba el nombre ideal, corto y escueto, pero  resumía gran parte de nuestra vida.
         Aquella niña cambió nuestra realidad, nuestro día a día, y ahora giraba todo en torno a ella. Como Ángeles tuvo que dejar momentáneamente la peluquería, Berto se quedó con ella para ayudarle con la niña; su trabajo estaba prácticamente terminado y le encantaba estar con ellas. Como sabía que económicamente no íbamos muy sobrados,  no dudo en regalarnos la cuna, la silleta y todo lo que le gustaba de las tiendas para bebés.
        Siempre solían salir a pasear con el carricoche los tres, e incluso a veces le regañaba a mi mujer por dejar a la niña llorar. Había ocasiones que ni yo mismo sabía quién era su verdadero padre, si él o yo; cualquiera le decía algo a Berta delante de él.
   Al tener a la niña como punto de referencia nos dimos cuenta de lo rápido que pasaban los años. En ella, en su ropa, en sus aprendizajes, comprobamos como el transcurrir del tiempo pasaba velozmente; su primer año transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Pero hubo algo que de repente, sin nadie esperarlo, frenó en seco aquel frenético ritmo de vida: Berto enfermó. Como estábamos completamente volcados en mimos a la niña no observamos que su aspecto se había deteriorado ostensiblemente, sumado a que él tampoco comentó nada. A la visible perdida de peso le siguió unas constantes fiebres que me hicieron temer lo peor.
-         Berto, creo que deberíamos ir al médico- le dije preocupado.
-         ¿Para qué? Esto es sólo un simple catarro- contestó tiritando por la fiebre.
-         Llevas cuatro días con treinta y nueve de fiebre, tienes un color amarillento feísimo y has perdido peso. Para ser nada más que un resfriado me parecen muchos días- insistí.
-         No te preocupes, vete a casa que estoy muy bien…
           Pero la realidad indicaba lo contrario ya que una repentina vomitera le delató. Cansado de escuchar sus continuas negativas le saqué de la cama, y tras vestirlo, me lo llevé a urgencias.
-         ¡Tengo miedo!- me confesó en el coche camino del hospital.
-         No seas tonto, Berto; a veces pareces un niño pequeño. No deberías dar lugar a estar tanto tiempo sin medicarte. Lo normal es que cuando uno se encuentra mal vaya al médico.
-         ¿Y si tengo Sida?-contestó en voz baja.
-         ¿Crees de verdad que puede existir esa posibilidad?- pregunté asustado.
-         No lo sé. Casi siempre he tomado precauciones y sólo me he acostado con Jorge.
-         Ya, pero si él te hubiese sido infiel ¿Qué? No dices que se marchó sin ningún motivo aparente.
-         No, José. Pondría la mano en el fuego por él. Sé que lo nuestro no lo rompió una tercera persona- me contestó sin dejar de temblequear. Su fiebre se disparaba y su temperatura corporal casi ardía.
      
         Cuando llegamos a urgencias lo metieron en una habitación de observación y a mí me dejaron fuera, negándome la entrada por no ser familiar directo. Supuse que lo mejor era llamar a sus padres para que por lo menos alguien pudiese acompañarlo. Imaginé que ante un caso así vendrían, y llamé:
-         Buenas noches, soy José. ¿Con quién hablo?- pregunté al sentir que me descolgaban el teléfono.
-         Con Andrés, ¿qué pasa, José?- contestó su hermano.
-         Estoy en urgencias con Berto y he pensado que deberíais saberlo. A mi no me dejan entrar porque no soy de la familia y está solo.
-         ¿Y?
-         ¿Cómo que “y”? ¿No te preocupa lo que pueda pasarle a tu hermano?
-         Creo que ya es mayorcito para cuidarse solito. Si ha sabido independizarse sin ayuda de nadie, no creo que nos necesite ahora. ¿Tampoco será tan grave lo que tiene?
-         No sé exactamente qué le ocurre, pero su aspecto no es muy bueno.- contesté intentando conmoverle un poco-. Estoy muy preocupado, ha tenido fiebre los cuatro últimos días.
-         Igual ha pillado el Sida. ¡No me extrañaría! Es la enfermedad que tienen todos los maricones. Será por eso por lo que no quieres entrar, para que no se te pegue a ti también, ¿verdad?

          Aquellas terribles palabras me fulminaron. Nunca escuché tanto desprecio junto en una sola persona, tanta desconsideración y tan mala educación. Era su hermano, el único que tenía, y su desinterés por Berto rozaba el maltrato.
-         Andrés, nunca creí que escucharía de tu boca semejante barbaridad. Creo que eres un perfecto hijo de puta. ¡Adiós!
         Esa fue exactamente mi contestación, no perdí ni un segundo más hablando con aquel energúmeno y le colgué.
          Los minutos en la sala de espera resultaban eternos, uno tras otro pasaban lentamente sin que nadie me explicara nada de lo que sucedía. Sentado en una incómoda silla de aquella sala observaba el continuo trasiego de enfermos entrando y saliendo. Pacientes ancianos, jóvenes o niños, enfermeros con su inmaculada bata blanca, celadores apoyados en la entrada fumándose un cigarrillo y un constante goteo de sonoras ambulancias.
        Sentí que una mezcla de desesperación me invadía y decidí salirme a la puerta para oxigenarme un poco, aquel cargado ambiente con olor a antibiótico me superaba. Cansado, me senté en un solitario banco que había junto a la entrada y miré al cielo. Estaba precioso, completamente estrellado, y una ligera escarcha que caía fue entumeciendo todos mis huesos.
           De repente escuché algo extraño y me pareció ver a alguien escondiéndose detrás de un coche, como queriendo ocultar su figura en la oscuridad de la noche. Yo, disimuladamente, me acerqué; y quedé boquiabierto al ver a quién pertenecía aquella oscura sombra que reflejada en el suelo sobresalía entre el hueco de dos coches. No me lo podía creer. Era su madre que, escondida, no sabía si entrar al hospital o no.
-         Hola, José- me saludó avergonzada al verme-. ¿Cómo está Berto?
-         La verdad es que no lo sé. ¿Por qué no entra? Seguro que le daría una enorme alegría verla.
-         No, no puedo. He venido sin que su padre se entere. No quiero que sepa que he estado aquí.
-         Pero, ¿por qué? Usted es su madre y nadie puede impedirle ver a su hijo.
-         Seguro que no querrá verme- contestó ella susurrando-. Estará enfadado conmigo.
-         Le aseguro que no. Siempre habla de usted con mucho cariño y ésta sería una oportunidad preciosa para que se reconciliasen. Él la necesita muchísimo, la ama con locura.
-         Si me quiere tanto por qué no va a un psicólogo- me preguntó.
-         ¿Para qué?-pregunté sorprendido, si llegar a entender a qué se refería.
-         De esa manera le curaría. Lo suyo es un problema psicológico y con una buena terapia podrían curar su homosexualidad. Él tiene algo en su cerebro que no funciona bien, algún trastorno que hace que no le gusten las mujeres. Hay muchos médicos que dicen que se puede curar, es tan sólo cuestión de tiempo, pero tiene remedio.
-         Berto no tiene ninguna enfermedad. Los homosexuales no están enfermos, nacen con esa condición. No existe una regla que nos diga que es lo que nos debe gustar. Es algo natural, como nacer rubios o morenos, altos o bajos. Estáis anclados en una era arcaica donde todo es masculino o femenino. La naturaleza es mucho más sabía que nosotros los humanos, los seres más avanzados de la creación. En ella la vida no se rige por esos dos géneros, los mezcla de forma espontánea y nosotros lo aceptamos sin ningún problema, sin darle importancia. Ella nos habla de las aves, sin especificar que sexo tienen; que más da que sea macho o hembra, lo único que nos indica con su nombre es que son capaces de volar libremente. ¡Qué pena que no hagamos lo mismo con los humanos, con las personas! Pues eso es realmente lo que somos: personas que tenemos la capacidad de interrelacionarnos entre sí, sin importar el sexo. ¡Qué pena que no pensemos tan naturalmente…!
-         ¡Familiares de Alberto García!- se escuchó vagamente por la megafonía de la sala interior interrumpiendo mi explicación.
-         Creo que debería entrar usted- le dije, pero ella simplemente apretó los labios y comenzó a llorar.
-         ¡Familiares de Alberto García!- repitió aquel lejano altavoz.
-         ¡Ve tú!- me pidió-. Ahora eres su única familia-. Después, se marchó. Se fue andando encogida y con la cabeza agachada hasta que se perdió su figura en la oscuridad de la noche.

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