domingo, 2 de mayo de 2010

LA NOVELA; DECIMA TERCERA PARTE:


La quimio.

Y así, sin sentirlo, llegó el día de la primera sesión de quimioterapia. La noche anterior me la pasé entera llorando sin poder pegar ojo. Sentía un miedo tremendo ante todo aquello y no sabía si estaría a la altura de las circunstancias acompañando a Berto. Él me estaba esperando en su casa y parecía que su única preocupación era enseñarme aquel dichoso cuadro. A veces no entendía cómo podía desconectar para evadirse de su grave problema. Resultaba increíble, pero lo primero que me preguntó nada más llegar fue:

- ¿Has traído la poesía?

- Por supuesto, tal y como acordamos, pero antes déjame ver el cuadro.

- ¡Aquí está!- exclamó mientras lo destapaba.

Yo me quedé sin habla al verlo, completamente sorprendido. Aquel se suponía que debía ser un cuadro que mostrase mi desnudez al completo o todos esos rincones de mi cuerpo que siempre oculté; pero, increíblemente, tan sólo había dibujado mis manos.

- ¿Te gusta?

- Pero, Berto… Me has tenido casi un mes completamente desnudo para pintar solamente mis manos. ¡No puedo creérmelo!

- ¿A que son preciosas?- preguntó.

- Si, son muy bonitas, pero sigues sin contestar a mi pregunta.

- Pinto lo que veo- contestó con una amplia sonrisa- ¡Me encantan tus manos!- insistió sonriendo.

- ¡Te mato, un día de estos te juro que te mato! Me has tenido un montón de días en pelotas para pintar dos manos.

- Bueno, déjate de pamplinas y enséñame la poesía.

- La verdad es que no la he escrito, la llevo grabada en mi memoria- contesté.

- Venga, pues sorpréndeme.

- Es de cosecha propia, a ver si te gusta:

¡Hola! Esta es la palabra que quiero para ti.

Siempre un Hola, un vengo para quedarme.

No me gusta el Adiós porque suena a despedida,

suena a soledad, a frío, a oscuridad.

Para ti siempre quiero un Hola, un estoy aquí, un me quedo

Un Hola que te haga sonreír, que te haga feliz.

Un hola que te haga compañía, que te de calor, un simple…

¡Hola!

Él se quedó mirándome con los ojos brillosos, en silencio, como el que contempla un bonito paisaje por primera vez. Después aplaudió efusivamente.

- ¡Precioso! Simplemente me encanta- exclamó.

- ¿Te lo repito?- le dije.

- No, con haberlo escuchado una sola vez me lo he aprendido. Creo que tienes alma de poeta.

- Berto, ha llegado un momento que ya no sé cuándo hablas realmente en serio o en broma. Y volviendo a tu cuadro, ¿por qué lo has firmado con el nombre de Concha? Sí es un nombre de mujer.

- ¡Te equivocas!- contestó-. Concha es nombre de concha, de crustáceo, de caracola o de una simple ostra. Es como me gustaría ser, como una sencilla concha que han arrastrado las olas del mar hasta la orilla. Me encantaría ser el duro caparazón de un ser marino, de una ostra.

- Una ostra, ¿por qué?- insistí queriendo saciar mi curiosidad.

- Porque siempre aparece sólo una de sus conchas, solamente una. No sé por qué extraña razón cuando paseo por la playa sólo encuentro una parte de ellas. Nadie ha encontrado jamás dos juntas. Y así me siento yo, como una concha a la que le falta la otra parte, su otra mitad. Me siento como un ser inacabado que busca ansiosamente su otro cincuenta por ciento entre las suaves arenas de una playa; y cuando la encuentre, lograré ser una bonita ostra. Y puede incluso que alguna vez llegue a albergar en mi interior una brillante perla. Un tesoro propio.

- ¡Bonito, realmente bonito!

Diciéndome esto llegó la ambulancia, era el angustioso momento de marcharse al hospital. Berto estrechó muy fuerte mi mano, igual que un niño asustado se agarra a su madre, y no la soltó hasta que tuvo que entrar en aquella sala donde le aplicarían el tratamiento. Aquella fue la última vez que mis ojos contemplaron al Berto que yo siempre conocí. Una vez que se introdujo allí dejó atrás toda su alegría, todo su ser, todo su todo. Cuando le volví a ver de nuevo su mirada había perdido el cálido brillo que le caracterizaba y el maquillaje de la felicidad había desaparecido de su rostro. Lo encontré abatido, completamente derrotado por la fuerte medicación a la que había sido sometido. No tuvo fuerzas ni ánimo para dedicarme una escueta palabra y su vista se encontraba perdida hacía un horizonte incierto.

El viaje de vuelta a casa en aquella incómoda ambulancia resultó tremendamente amargo, era el aplastante resultado de haber descubierto la verdadera cara oculta de esa enfermedad, esa cruel realidad de que hay un mal dentro de ti que intenta adueñarse del infinito mundo celular que forma tu cuerpo.

Por ello, las siguientes noches me quedé a dormir con él, no podía dejarlo solo en aquella lamentable situación. Sus tremendos dolores le hacían retorcerse como el rabo cortado de una lagartija. Se doblaba encogido y vomitando. Al verlo, una desesperante sensación de inutilidad me invadía, tan sólo podía limitarme a mirar, a contemplar como aquella medicación intravenosa corría por el interior de su cuerpo destrozando sin contemplación todo lo que encontraba a su paso. Él cerraba su boca intentando no quejarse, procurando no preocuparme por lo que mis atónitos ojos contemplaban. Yo había oído algo sobre los devastadores efectos secundarios de la quimio, que resultaban terriblemente fuertes y dolorosos; pero ahora, al vivirlos tan de cerca, os puedo decir que todo lo que me habían contado se quedaba corto ante esta cruda realidad.

Tras veinticuatro largas horas de incesante dolor sucumbió ante el cansancio. Se quedó dormido, o más bien, agotado. Su rostro desfigurado de color amarillento escondía la verdadera cara de mi amigo. Aquel que había en la cama no era Berto, sino tan sólo los restos de un pobre luchador, de un hombre que pretendía invertir su malogrado destino. Al mirarlo, al verlo así de frágil y desamparado, sentí unas incontenibles ganas de abrazarlo. Me acosté junto a él e intenté arroparlo con mi cuerpo, quería darle ese calor corporal que había perdido de su madre. En aquel momento la suplí en silencio, amparado en la oscuridad de la noche, de la segunda noche de su nueva vida. Acaricié su cara, su pelo, como si aquel ser que había junto a mí fuese algo mío, un pequeño bebé recién nacido, un indefenso niño de tan sólo dos días de edad. Y me sentí mamá, esa misma que tenía que estar arropándolo en puesto mío, la que debía intentar luchar con él ante esta asquerosa enfermedad.

El cansancio me embargó y me dejé vencer también por el sueño. Mis ojos sucumbieron y se cerraron. Sin embargo, en aquel efímero sueño se volvían a repetir esas primeras veinticuatro horas de Berto tras la quimioterapia, se volvían a repetir los mismos momentos de angustia que había vivido despierto. Esa maldita enfermedad se había apoderado también de mis sueños, no quería permitirme un pequeño margen de libertad para soñar con él jugando de niños en la calle, montando en bici o bañándonos con mi abuela en la playa. Esa maldita enfermedad estaba carcomiendo mi moral, de día y de noche, en cada segundo de mi vida.

Tuvo que transcurrir una semana, siete días con sus siete largas y cansadas noches, para que regresase de nuevo el auténtico Berto. Aquella mañana amaneció con unas terribles ganas de pintar, de reír, de vivir. Se levantó cantando y me rogó que le llevase a Berta para jugar con ella, que estaba deseando verla. Seguidamente y como si no hubiese pasado nada comenzó a esbozar un nuevo dibujo, sin modelo, sin fijarse en nada ni nadie:

- ¿Qué vas a pintar ahora?- le pregunté.

- ¡El amor!- gritó efusivo-. Os voy a pintar a Ángeles y a tí-. Pero no te preocupes que no te pediré que te quedes otros veintiún días en pelotas. Os pintaré de memoria, como yo os veo.

- No me fío de ti ni un pelo. ¡Dios sabe lo qué irás a pintar!- suspiré.

- Tranquilo, José. ¡Te va a encantar! Ve preparando otra poesía si quieres que te lo enseñe.

- Pero si no hiciste apenas caso de la anterior.

- ¡Te equivocas, José! Eso es lo que tú crees, pero gracias a ese sencilla poesía he podido superar estos amargos días de tratamiento. Aquel “hola” del que me hablaste ha sido la fuerza que me ha mantenido erguido en esta primera batalla, por eso quiero otra bonita poesía que me sirva de ayuda para superar la siguiente terapia. Aquel -¡hola, vengo para quedarme!-, curó parte de mi cáncer, curó la parte que más necesito para salir adelante: mi alma.

- No me gusta que me hables así, Berto. Parece que quieres despedirte de mí y me da miedo.

- Todo lo contrario, si de algo estoy seguro es de que esta enfermedad no va a poder conmigo. Así que ponte las pilas y saca el verdadero poeta que llevas dentro.

No sé cómo se las apañaba, pero siempre tenía la palabra adecuada para hacerme callar, para tener que darle la razón en todo. Y de esta manera, sumido en sus pinturas y yo en mi poseía volaron los veintiún días de tregua. Pero esta vez se empeñó en invitarnos a cenar la noche antes de ir al hospital y nos preparó a Ángeles y a mí una cena espectacular. La niña la dejamos en casa de mis padres durmiendo para poder estar más tranquilos y así poder saborear distendidamente de la compañía de Berto.

- ¿Qué os ha parecido la cena?- preguntó tras ver nuestro platos completamente repelados.

- Me tienes que dar la receta- le dijo Ángeles-. ¡Estaba buenísima!

- Estoy deseando ver qué diablos has pintado- comenté-. Todos los días me preguntaba qué estará pintado este tío.

Él no contestó. Encendió dos velas y apagó las luces, tratando de aumentar aún más el ambiente de misterio. Se fue hacía el caballete donde se encontraba cubierto el lienzo y, muy sinuosamente, lo destapó. Ángeles y yo caímos rendidos ante lo que nuestros ojos contemplaron, ante la sencillez con que había sabido plasmar cómo un hombre ama a una mujer. En aquel cuadro reflejaba dos cuerpos, uno frente al otro, enfocados a la altura de la cintura y mostrando la diferente textura entre la piel masculina y femenina, mostrando las manos del uno sobre el otro acariciando suavemente las caderas opuestas. Resultaba tremendamente sencillo, pero de un impacto visual tremendo.

- ¿Es para nosotros?- preguntó Ángeles.

- Eso depende de si me gusta la poesía de tu marido- contestó-. De él depende.

- Esta vez si la he traído escrita- le dije mientras metía mi mano en el bolsillo para sacarla-. Aquí tienes. Léela.

- Veamos- dijo haciéndose el entendido-. La leeré en voz alta para que este distinguido público juzgue su calidad:

Hermano, así me siento junto a ti.

Hermano, un pequeño conjunto de letras que me aportan un gran mundo,

que me hacen sentir que somos una prolongación el uno del otro.

Hermano, sólo nos separaban treinta y tres escalones, treinta y tres latidos,

pero tras ellos yo sabía que siempre te encontraría,

sabía que tras subirlos hallaría eso que nunca tuve,

un tesoro…, ¡un hermano!

- ¿Te gusta?- me adelanté a preguntar.

- No está mal, pero todavía no has conseguido hacerme llorar con ninguna de tus poesías. Te falta algo, no sé lo que es, pero creo que vas por buen camino.

- Eres tremendamente crítico conmigo- respondí.

- No soy crítico, simplemente sincero. Un buen amigo no es el que te dice lo que quieres oír, para eso ya están los políticos. Creo que si te esfuerzas serás capaz de hacerme llegar al éxtasis.

- Venga, dejad de renegar- dijo ella-. Tanto la poesía como el cuadro son muy bonitos. Así que Berto, si te estás haciendo el remolón para que no me lo lleve estás equivocado porque mañana mismo lo cuelgo en mi dormitorio. Ni una palabra más-dicho esto, se puso el abrigo y cogió el cuadro-. Vamos, José. Mañana tienes que madrugar para acompañar a Berto al hospital.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario