miércoles, 5 de mayo de 2010

LA NOVELA; DECIMA SEXTA PARTE:


De pronto, comenzó a gritar y a retorcerse en la cama. Fue como un ataque inesperado que le hizo agitarse y doblegarse de dolor. Alarmado, salí de la habitación pidiendo ayuda.

De forma apresurada acudieron varias enfermeras y comenzaron a atenderle. Sus gritos dieron paso a una respiración forzada, casi agónica; como si algo dentro de él quisiera salir fuera, abandonar su cuerpo. En aquel momento no lo entendí, pero ahora ya sé lo que era: su vida. Ésta se quería marchar y dejarle allí, abandonado en aquella cama de hospital. Sí, era ella, su vida, la misma que quería escapar de aquel cuerpo destrozado por un despiadado cáncer, la misma que quería acabar con aquella continua agonía. Esa intransigente enfermedad había ganado la batalla. Ella sola agotó el último suspiro de Berto y me robó a mi mejor amigo. Por eso la odio con todas mis fuerzas, porque me hizo sentir impotente e inútil, porque se rió de mí, en mi propia cara. Ese miserable mal fue nuestro peor enemigo, porque acabó con los dos al mismo tiempo, con su vida y con la mía.

Me salí de aquella habitación hundido, sin saber qué hacer, qué pensar. Sabía que mis ojos nunca más se cruzarían con los suyos, que no volvería a encontrar en su boca aquella esplendida sonrisa. Algo muy dentro de mí quería imaginar que aquel que había allí tumbado sin vida no era Berto, sólo un trozo de carne y huesos. Porque él era mucho más que eso, era vida, alegría y risas, muchas risas…

Una enfermera salió y me dijo que podía entrar para despedirme de él antes de que se lo llevasen para amortajarlo, pero me negué, no podía hacerlo. Para mí, allí dentro no había nadie conocido. Para mí ya se había marchado, él ya no estaba. Tenía ganas de llorar, pero no podía. Tenía ganas de gritar, pero no podía. Tenía ganas de correr, de huir, de escapar de aquella terrible pesadilla…, pero no podía. Él ya me había preparado para este triste momento. Con su continua alegría lo hizo, y tal vez me hechizo para que no pudiese llorar; para que lo dejase marchar en calma.

Aquella enfermera volvió de nuevo a salir y me pidió que me acercase:

- Perdone, ¿es usted José?- preguntó.

- Sí, ¿por qué?

- Debajo de la almohada he encontrado esto, y he pensado que sería para usted- me dijo mostrándome un pequeño sobre que llevaba escrito mi nombre. Después se introdujo de nuevo en la habitación para continuar con su trabajo.

Puede que en aquel momento me mostrase un tanto descortés con aquella enfermera, pues el ansia por saber qué contendría aquella especie de carta me hizo olvidar darle las gracias. Seguidamente la abrí apresurado, como si mi vida fuese en ello, y la leí:

Adorado José:

Esta carta comencé a escribirla la primera noche que posaste desnudo para mí, y lo hice porque aquel día contemplé algo extraordinario ante mis ojos. Lo que había delante de mi lienzo no era un hombre, ni tan siquiera algo humano o un ser de este mundo. En aquel momento descubrí un ángel, una maravillosa criatura que se despojó de sus ropas, de sus miedos y de todo lo mundanal que le rodeaba para que yo simplemente lo pintase.

Pero no pude hacerlo, me aterrorizó no saber reflejar con mi pintura aquella mágica figura, aquella imagen pura y transparente. Solamente me atreví a pintar sus manos, unas manos de bondad, unas manos de dar y nunca recibir, unas manos de caricias, de abrigo y de cariño. Sólo encontré valentía para pintar las manos de aquel angelical ser que quiso posar para mí: tus manos.

Por eso no quiero que pienses que esta humilde carta es una despedida, ni tan siquiera un adiós. En realidad es un “hola”, como el de esa primera poesía que me escribiste, un “hola” para decirte que vengo a quedarme, que de nuevo he quedado preso dentro de esa pequeña habitación de tu corazón que siempre has tenido reservada para mí. Ahora soy yo el que quiere que cierres fuertemente esas amplias ventanas que abriste en él, ahora soy yo el que quiere permanecer encerrado en ese precioso cautiverio que se esconde bajo tu pecho. No pienses que me voy al cielo o al infierno, este destino es mucho más valioso que cualquiera de esas dos terrenales opciones; tu corazón es mi destino, mi añorado descanso.

Sabes que durante toda mi vida busqué un beso, ese mágico gesto que me trasportase a otro soñado mundo. Yo siempre supe que tú eras su dueño, que tú eras mi príncipe azul, pero nunca me atreví a pedírtelo; me has dado tanto en esta vida que no podía pedirte algo tan importante. Ese beso no podía darse, tenía que regalarse; debía aflorar en ti el deseo de regalármelo, si no nunca hubiese sido mágico. Supongo que me marcharé sin él, sin haberlo saboreado, pero no importa porque todo lo que he recibido de ti a cambio supera con creces ese esperado instante, ese hermoso regalo.

Gracias, José. Gracias por portarte como un hermano, como un amigo, como un beso. Gracias por ser ese soñado beso que siempre me ha acompañado, porque sin tú dármelo siempre lo he sentido en mí, durante mi alegría y mi enfermedad, en mi infancia y mi plenitud. Gracias, José, mil veces… ¡Gracias!

Tuyo, siempre en tu corazón, Berto.

Grité de rabia mientras me encogía y caía al frío suelo de aquel pasillo. Sentí que algo muy dentro de mi se estremecía, algo muy dentro de mí moría en ese momento. Enfurecido, le pregunté una y otra vez a Dios ¿por qué? Repetí mil veces ¿por qué? Y mi boca no articuló otra palabra que no fuese ¿por qué? Me levanté con los ojos sumergidos en un transparente collar de lágrimas y destrozado, sin apenas fuerzas, entré en su habitación.

De repente me acordé de sus palabras, de algo que solamente me contó a mí, y eché a todos de allí, con rabia, con prisa, sin dar explicaciones y sin querer perder tiempo para intentar mi última posibilidad de traer a Berto nuevamente a la vida.

A mi cabeza vinieron sus palabras sobre su ansiado beso, aquel mismo que trajo a Blancanieves a la vida. Tal vez yo fuese de verdad ese príncipe azul que con tanto ahínco buscó durante toda su vida. Me tenía a su lado y lo sabía, pero nunca se atrevió a decírmelo, nunca quiso pedírmelo porque ese mencionado beso debía ser regalado. Debía ser un sincero gesto de amor, un beso puro y transparente, sin esperar nada a cambio.

Sin pensármelo cerré la puerta y me senté junto a su regazo, le cogí la mano y, lentamente, acerqué mi rostro al suyo. Sus ojos cerrados parecían dormidos, como esperando a que alguien viniese a despertarlos. Mi mirada no pudo evitar centrar la atención en su boca, en sus resecos y cortados labios; porque a pesar de su visible deterioro su color aún resultaba sonrosado y resaltaba aún más sobre su pálida cara. Acerqué mis labios a los suyos y cerré los ojos. Y le besé. Y le sentí. Y floté…

Su tacto, increíblemente, resultaba tremendamente cálido, algo inusual para alguien que no tenía vida. Con mis ojos cerrados lo miré, lo contemplé. Con mi boca sellada le llamé, le grité, le pedí angustiado que viniese otra vez a mí. Con las manos esposadas por la impotencia le abracé, le acaricié, le estreché contra mi pecho. Traté de viajar junto a él mientras disfrutaba de ese último beso. Traté de despertarle de aquel profundo sueño. Mantuve mis ojos cerrados pidiendo un milagro, imaginando que cuando de nuevo se abriesen él despertaría igual que sucedió en el cuento. Quería tener fe en ello, quería creer que aquel esperado beso le traería de nuevo a la vida…

Y tras unos breves, pero intensos instantes, mis labios se separaron de los suyos. Entonces, sin querer hacerlo y con mucho miedo, los abrí y le miré. Lo hice tan fijamente que parecía no existir nada más en aquella habitación, sólo él y yo, sus ojos y los míos, anhelando cruzar nuevamente la mirada, esperando que aquellos lánguidos párpados abriesen sus cortinas otra vez para que mostrasen la luz que escondían tras de sí.

Pero por desgracia ese momento mágico no llegó. Tal vez no fui su príncipe azul, tal vez no supe regalar aquel mágico beso. Tal vez, llegó tarde; o tal vez, simplemente, sólo ocurra en los cuentos.

Desolado, abandoné la habitación. Desolado caminé sin fe por aquel interminable pasillo, muerto en vida, sintiendo que aquel cáncer había matado dos vidas: la suya y la mía. Completamente abatido no me percaté de que varios enfermeros corrían en dirección contraria a la mía. Me encontraba tan vencido que no me di cuenta que algo extraño sucedía.

- José, ¿es usted, José?- me preguntó alterado uno de ellos.

- Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?

- ¡Corra! Su amigo vive-gritó exaltado el enfermero.

Aquellas breves palabras dieron un vuelco a mi corazón propiciando que mis piernas comenzasen una alocada carrera. El largo pasillo que nos separaba resultó interminable y no encontraba el momento de poder atravesar aquella lejana puerta que daba al interior de su habitación, de su mundo.

¡Berto, estoy aquí! ¡Estoy aquí!- le grité mientras un par de médicos intentaban controlar sus constantes y le ponían oxigeno. Él, al escuchar mi alterada voz, abrió levemente los ojos, me miró y sonrió. Los médicos, apurados, me pidieron que esperase fuera mientras procuraban estabilizar aquella inesperada situación. El beso había dado resultado, llevaba razón en todo lo que me dijo sobre él, sobre sus mágicos poderes. De nuevo lo tendría conmigo, a mi lado. Por unos instantes sentí que Dios nos estaba dando una segunda oportunidad porque él se la merecía, se la había ganado a pulso; pensé que esa era la señal que tan apurado le pedí. Creí que podríamos tener un final feliz como en los cuentos.

Pasados unos minutos que resultaron interminables, los enfermeros abrieron la puerta y comenzaron a sacar instrumentos y aparatos de la habitación. Yo no podía esperar, quería entrar, abrazarle, besarle, hablarle… Muy nervioso, me apresuré a preguntar cómo estaba, cuándo podía entrar, pero me rogaron que esperara fuera hasta que saliese el médico para hablar conmigo. La duda me envolvió otra vez. ¿Qué estaba pasando?- me preguntaba en silencio, mas no había respuestas. Después, tras unos desesperantes instantes, salió su médico:

- ¿Está bien?- le pregunté nervioso.

- No se ha podido hacer nada por él. Sus constantes eran muy débiles y su corazón no ha aguantado. Lo siento.

- Pero… si ha abierto los ojos, no puede ser. ¡Estaba vivo!

- Sí, y créame que lo siento, pero sólo ha tenido tiempo de decir un par de cosas sin sentido… y ha vuelto a dejarnos.

- ¿Cosas? ¿Qué cosas?- le dije agarrándole bruscamente del brazo.

- ¡Por favor, cálmese!- me dijo asustado-. No se le entendía bien con la mascarilla. Ha dicho algo como: “Por fin lo he encontrado”. Supongo que serían los delirios lógicos ante la muerte.

Sin terminar de escuchar la explicación de aquel médico entré otra vez. Se encontraba cubierto con una sábana, pero a pesar de mi ímpetu no lo destapé. En ese momento me pareció estar contemplando unos de sus cuadros antes de ser visto, completamente tapado y esperando escuchar una de mis poesías para ser descubierto. Aunque esta vez no traía ninguna preparada, no había dispuesto de los veintiún días correspondientes que tardaba en componerla.

Me quedé de pie a su lado, mirando fijamente aquel trozo de tela, esperando que en algún preciso instante se moviese. Lo contemplé en silencio, intentando agudizar mi oído para escuchar su respiración; pero no, solamente pude escuchar los agitados latidos de mi corazón. Y fue entonces cuando le encontré, cuando de nuevo comprendí que debajo de aquella sábana no estaba mi adorado amigo. No lo estaba buscando en el sitio adecuado. Si lo quería encontrar debía buscarlo en el único lugar donde nunca moriría, debía buscarlo junto aquellos fuertes e incesantes latidos que se escuchaban bajo mi pecho.

Sabía que estaba allí, lo sentía, notaba como si algo dentro de mí fluyera con fuerza. Ahora sé que aquel beso funcionó, y aunque aquel instante en el que él abrió fugazmente los ojos y sonrió fue para mí el segundo más corto y triste de mi vida; para él, quisiera imaginarme por el acalorado brillo de sus mirada, resultó el más largo y feliz que vivió. Quisiera creer que con sus últimas palabras me quiso decir que por fin lo había encontrado, que no se marchó sin su beso, mi beso.

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