jueves, 6 de mayo de 2010

LA NOVELA; DECIMA SEPTIMA PARTE:


Biografía de un beso.

Este beso tuvo vida propia, y por tanto, vivió un principio y un final. Pero yo quise creer que ese final nunca llegaría, que mis ojos no alcanzaría a ver los suyos cerrados, inertes, sin vida, sin ese brillo tan especial que solamente los elegidos poseen. Yo los disfruté en su niñez, durante nuestros juegos, en nuestras risas. Los disfruté en nuestra juventud, en nuestra complicidad, en nuestro disgusto. Los reencontré inesperadamente un día en mi madurez, acompañados de una perenne sonrisa, de una palabra de halago. Sus ojos, esos que miraron por mí cuando yo no veía, esos mismos que estudiaron por mí para dejarme copiar o contemplaron incrédulos una maldita noche mis groserías…

Sus ojos, lo primero que siempre me cruzaba cuando lo veía, lo primero que me recibía calidamente al saludarlo…

Sus ojos… simplemente sus ojos.

Me gustaría imaginarme que aún me ve a través de sus párpados cerrados, a través de las ásperas sábanas de este hospital. Me encantaría soñar que me contempla desde ese cielo azul, ese firmamento que luce el mismo color de sus ojos, entre transparente y acuoso, entre dulce y amargo, como su propia vida. Me gustaría imaginarme que está en el cielo…, en aquel divertido local llamado cielo de mi despedida de soltero, rodeado de todos sus amigos disfrazados de ángeles, de plumas, disfrazados de vida...

Me gustaría imaginarme…, son tantas las cosas que me gustaría imaginarme.

Pero yo, tonto de mi, quise creer que ese final no llegaría nunca, quise creer que sería como el beso de ese idílico cuento que tanto le gustaba a él, como el que ese desconocido príncipe regaló a Blanca Nieves. Un beso mágico que trajo consigo la vida de una bella y dulce joven, un beso mágico que él me enseño a buscar, un beso que yo hubiese querido regalarle vestido de príncipe azul, un beso lleno, muy lleno de vida…

Ahora lloro. Lloro de amargura, de impotencia, de soledad, de mucha soledad, porque aunque me encuentre ante su cama rodeado de gente, de médicos, de familiares; me siento solo, tremendamente desamparado.

Ahora lloro. Lloro de rabia por no haber sabido quererle mejor, por no haber estado a su altura como ser humano, como hombre, como amigo, como…hermano.

Lloro, lloro y lloro, me desespero llorando y no encuentro consuelo en nada ni en nadie, ni en el aire que respiro, ni en la sangre que atormentada corre por mis acaloradas venas. Noto como me hierven los ojos de tanto llorar, como duelen de apretarlos fuertemente intentando no abrirlos para evitar verle postrado en esta cama. Me duelen, los ojos me duelen… Sabe Dios que me duelen…

Siento enormemente no haber nacido como él, no haber podido corresponderle, que no me hubiesen gustado los hombres. Siento no haber sufrido lo mismo que él, tener su grandeza, su ternura, su paciencia… su amor.

Siento no ser él, no ser su cuerpo, sus manos, sus ojos, su delicada boca…, siento no haber sido su mágico beso. ¡Sabe Dios que lo siento!

Creo que no podré seguir escribiendo esta biografía, ya no me quedan fuerzas ni ánimo para ser yo. Me siento vacío, un poco muerto. Las lágrimas me impiden ver el teclado de mi mudo ordenador que sumiso obedece a escribir todo lo que mi alma rota siente. Un rosario de lágrimas empaña mi rostro recordándome que lo he perdido para siempre. Puede incluso que no sean lágrimas, que vuelva a ser otra vez él saliendo de mi interior para ver mi cara, mi rostro. Creo estar seguro porque todas ellas van a morir a mis labios. Puede que sean él porque son amargas y dulces al mismo tiempo, como el mar, como una concha marina.

Quisiera creer que ahora, cuando vuelva de nuevo a aquel viejo cementerio, sea para jugar al escondite, para esconderse otra vez del pesado guarda dentro de un frío nicho. Quisiera pensar eso, que tan sólo se trata de un nuevo juego, y que después volveremos a casa juntos, montados en nuestras bicicletas. Quisiera pensar que no se va a quedar allí, ni su cuerpo, ni su alma, ni nada; que tan sólo se trata de otro inocente juego de escondite.

Ahora lloraran sus padres, se lamentaran del hermoso hijo que perdieron, del mismo que no disfrutaron, de aquel que un día fue un tierno bebé. Un precioso bebé homosexual, porque entonces… ya lo era, pero nadie lo sabía. Y por esa misma curiosa circunstancia lo querían, porque desconocían que un día repartiría incondicionalmente amor, sin mirar como era el aspecto físico que nos envuelve por fuera, si era hombre o mujer; sólo amar a otra persona, por su ser, por su interior.

Ahora se darán golpes de pecho o tomaran tristemente el pésame, pero a mi ya no me convencen. Me gustaría saber si lo hacer por el hijo arquitecto o por el otro, el maricón. Me gustaría saber a quién lloran, a quién añoran. Yo, cuando lo miraba, solamente veía a uno, a Berto. Nada más. Berto, su nombre ya lo decía todo. En estos instantes estará subiendo aquellos treinta y tres escalones que existían entre su casa y la mía, esos mismos que yo recorría todos los días para verlo. Treinta y tres escalones que le separan del mismísimo cielo.

Supongo que esta biografía debería tener dos partes, pues un beso es cosa de dos. Yo sólo puedo contar la parte que corresponde a quien lo regaló; aunque pienso que si lo pudiese contar él, quien lo recibió, su parte resultaría mucho más bonita, más completa, mejor narrada. Como bien decía Ángeles: los homosexuales son seres especiales, personas que reúnen lo mejor de cada sexo, del masculino y del femenino, y seguro que él se hubiese explicado mucho mejor que yo.

Habrá mucha gente que no entenderá el último dibujo de este libro. No entenderá, igual que me ocurrió a mí, qué significa ese último cuadro que hizo al final de su convalecencia. Nunca me atreví a preguntárselo porque me pareció desgarrador, creo que fue el único al que no le pedí una explicación por miedo a su respuesta, por temor a contagiarme de su horrorosa visión de la vida. Creo que aquel hombre girado sobre si mismo era él, ocultando su rostro, sintiéndose rechazado, o puede incluso que repudiado. Un cruel dibujo de un hombre sin rostro que no importaba a nadie, ni tan siquiera a sus padres. Una pintura que muestra como nadie cómo se sentía, una realidad tan áspera como una lija sobre el cuerpo de un bebé; una visión cruel de un pobre hombre desamparado, completamente desnudo ante los insultos y la indiferencia de la gente. Un cuerpo azul, vencido por la enfermedad, sobre un vivo fondo de color rojo, color sangre, color del dolor final.

Puede que ahora, tras su muerte, haya comprendido este cuadro; el más desolador que han contemplado mis ojos. Por ello he querido que fuese la contraportada de este modesto y humilde libro, quería que su última obra fuese el comienzo de la mía, aunque sé que nunca estaré a la altura de la suya, de su arte, de su vida…


1 comentario:

  1. Que pena que nos demos cuenta de lo que valen las personas hasta que mueren no importando sean de la preferencia que sean, eso aún no lo entendemos, y les decimos homosexuales catalógandolos como si fueran de otra clase.

    Es una pena.

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