martes, 4 de mayo de 2010

LA NOVELA; DECIMA QUINTA PARTE:


No me quedó más remedio que aceptar su explicación y callarme porque, a pesar de que yo era muy cabezón, él lo era mucho más aún. Había días en los que no se le podía hacer la contra y lo mejor era darle la razón como a los locos.

- ¿Cómo te encuentras? – le pregunté retomando nuestra agitada conversación.

- Supongo que mal, aunque te diré que bien para que te vuelvas a enfadar. Estás muy guapo cuando te pones serio y dices palabrotas.

- ¡No te cansarás nunca de hacer el payaso!- suspiré.

- ¿Me quieres? – me preguntó cambiando radicalmente de tema.

- Sabes que sí. ¿Para qué lo preguntas?

- Me gusta oírtelo decir. Un tío tan duro como tú diciéndole a otro hombre que lo quiere no se puede ver todos los días.

- Pero creo que no te quiero como tú me quieres. Yo te quiero de otra manera- intenté explicarle.

- No existe mejor manera que como tú lo haces- me dijo-. Siempre estás a mi lado, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.

- ¡Pareces un cura casándome!- le dije sonriendo.

- Te lo digo en serio. ¡Me encanta como me quieres! Eres un gran hombre, el mejor que he conocido.

- No me imagino la vida sin ti, Berto. No quiero que te vayas.

- No me voy para siempre, es solamente un “hasta luego”. Debes procurar volcarte con Ángeles y la niña, por mi culpa la has tenido últimamente descuidadas. Tienes suerte de que sea una buena chica, seguro que otra te hubiese dejado ya. Sin darte cuenta has invertido mucho tiempo en mí, y ahora, cuando yo no esté, debes procurar recuperar el que le has robado a ellas, tanto a tu hija como a tu mujer. Ámala mucho porque ella te adora, y cuida muy bien a mi pequeñaja o te saldré por las noches en tus sueños, como un fantasma que perturba tu descanso.

- ¡Me encanta como eres, Berto! Tú si que eres un gran tipo- le comenté emocionado.

Entonces, un par de sutiles golpes sobre la puerta interrumpió nuestra conversación:

- ¿Se puede?- preguntó don Pedro desde la entrada-. He oído que mis monaguillos andaban por aquí y no he podido evitar pasar a saludaros.

- ¡Pase, pase! - se apresuró a decir Berto con las pocas fuerzas que le quedaban. Su voz comenzaba a quebrarse de vez en cuando-. ¿Qué hace usted por aquí?

- Suelo venir algunas tardes para ver a los enfermos. Todavía hay algunos que se alegran cuando ven a un sacerdote cerca, aunque sea tan feo como yo. ¿Cómo estás, Berto?

- De fe, bien. De salud, mal- contestó.

- Si de fe andas bien no habrá enfermedad que no se pueda curar. ¡Ay! Debiste hacer caso a tu corazón, y no a tus padres- le regañó don Pedro-. El corazón es el que manda.

- ¿De qué habláis?- pregunté prudentemente sin saber a qué se referían.

- José, ¿tú no sabías que Berto quería entrar en el seminario? Hubiese sido un gran sacerdote, y no como yo.

- No diga eso don Pedro, usted es genial- le dijo Berto.

- No te creas, siempre he sido un cobarde. Creo que me hice cura para huir de mis miedos, por falta de coraje.

- Explíquese- le pedí-. No nos deje con esta intriga.

- ¿Te acuerdas cuando viniste a hablar conmigo antes de tu boda, José?

- Sí, ha pasado bastante tiempo, pero claro que lo recuerdo. ¿Por qué?

- Aquel día sentí envidia de ti, de tu decisión. Yo un día me fallé, me traicioné a mi mismo, a mis más profundos sentimientos. Hace mucho tiempo, cuando era joven y trabajaba en la zapatería de mi padre, me enamoré de una hermosa criatura. Era la hija del médico del pueblo y siempre pasaba por delante de la puerta del taller vestida de forma impecable y desprendiendo un aroma angelical. Una tarde, tras armarme de valor, le pedí una cita; y ella, sorprendentemente, accedió encantada. Aquella noche resultó eterna para mí, deseaba que pasasen volando los minutos para que amaneciese y llegara la hora de nuestro concertado café. Pero en la espera, me preguntaba si ella accedería a mi petición de noviazgo, si se conformaría con un simple aprendiz de zapatero. Pensad que ella era la hija de un médico, una de las familias mejor relacionadas en el pueblo; y yo tan sólo el hijo de un humilde artesano.

>> Cuando llegó la hora de nuestra cita yo la esperé sentado con mi mejor traje en aquella cafetería. Mi garganta se secaba por momentos practicando una y otra vez el saludo que traía preparado, a la vez que mi agitado pulso hacía que mi mano redoblara temblorosa sobre el tablero de la mesa. Ella llegó puntual, deslumbrante, con su cabello suelto y una perenne sonrisa que nunca le abandonaba, y se sentó junto a mí. En aquel momento me sentí en el cielo, como flotando entre su acaramelado perfume; y el discurso que tanto había preparado se esfumó como el sol cuando llega la noche, dejando la lucidez de mis palabras en un oscuro mutismo. No supe qué decir, qué hablar; y ella, notando mi nerviosismo, se decidió a decir las primeras; pero aún así no articulé palabra alguna.

>> Aquella cita resultó un desastre, y a pesar de que noté que le gustaba, de que contestaría afirmativamente a mi pregunta, no le dije absolutamente nada. Me limité a mirarla a los ojos, a contemplarla embobado acompañado por el cálido aroma de un café. Desperdicié aquella oportunidad porque mi timidez fue más fuerte que yo, porque mi cobardía fue más persistente que mi corazón. Después, huyendo de aquel efímero amor, escapando de aquella voz interior que se burlaba de mí, me hice sacerdote. Aunque no sirvió de nada huir de mis sentimientos, escapar del recuerdo de su bella cara, porque después, un inesperado día, me tocó casarla con otro. Casualidades de la vida. Ha sido la novia más bella que he visto y no pude evitar estar toda la misa mirándola a los ojos, recordando el aroma de aquel desperdiciado café. Maldije mi timidez, aquella asquerosa cobardía que me había arrojado a casar a la mujer que siempre amé con otro hombre. Yo tenía que haber estado ocupando ese sitio, el lugar del novio.

>> Por eso, desde entonces detesto las bodas y me muero de envidia cada vez que contemplo a una novia. Por eso, como bien os digo, soy un cura cobarde.

Berto y yo nos quedamos pasmados, pues, sin apenas darnos cuenta, un sacerdote acababa de confesarse ante nosotros. Abrió su corazón sin nadie pedírselo y nos contó sus miedos sin condición alguna. Y después, prosiguió:

- Tú debías haber ido al seminario, Berto. ¡Tú sí tenías verdadera vocación!

- Sabe muy bien que a mis padres les hacía mucha ilusión que estudiase arquitectura- contestó Berto.

- Uno no debe escuchar a nadie, ni tan siquiera a sus padres. Tan sólo a su corazón- añadió el sacerdote.

- También escuché a mi corazón, padre- le dijo Berto-. Pero no podía permitirme traicionar a Dios, a Él no. Yo sabía mi condición, lo que sentía por los hombres, y no podía manchar su nombre. Tarde o temprano hubiese salido a la luz mi orientación sexual.

- Yo creo que no. Eres un hombre fuerte, valiente, y sé que hubieses sido fiel a tu convicción, a tu amor a Dios.

- ¿Por qué me dejó participar en la boda de José?- preguntó Berto de repente-. Usted sabía que yo era homosexual.

- Por una vez en la vida quise saltarme las normas. Quería vivir qué se siente al navegar contracorriente. Y os puedo decir que fue fantástico, me sentí diferente, otra persona. Gracias a vosotros he vuelto a disfrutar con una boda.

- ¿No fue por mi amenaza?- me atreví a preguntarle.

- No, José. Te conozco desde que eras niño y sabía que no lo harías. Aunque llevases aquella caja de cerillas, tu nobleza te hubiese impedido hacer tal obra.

- Ahora soy yo el que no se entera- comentó Berto-. ¿De qué habláis?

- De nada importante- contestó don Pedro-. Pero te aseguro que si yo hubiese tenido un amigo tan fiel como José mi vida hubiese sido distinta. Nunca he visto dos amigos que se quieran tanto y tan bien. Creedme, vuestra amistad está por encima del bien y del mal. Bueno, la compañía es grata, pero debo hacer unas cuantas visitas más. Mañana volveré a verte, Berto. Adiós, José- y tras despedirse, se marchó.

Hay veces que uno no piensa que bajo una sotana puede encontrarse un hombre de carne y hueso que arrastra una triste historia. Nunca imaginé que don Pedro nos contaría un día su desamor, sus miserias, todo eso que guardaba sólo para él. Jamás se me pasó por la cabeza que antes que cura fue un muchacho normal y corriente, con sus indecisiones y sus pecados, como cualquiera de nosotros.

- ¿En qué piensas, José?- me preguntó Berto visiblemente cansado.

- Pienso en lo que nunca había pensado. Creo que hay veces que deberíamos hacer un alto en el camino para pensar un poco más.

- Yo en cambio procuro pensar lo menos posible, si pienso me desespero. Prefiero tener la mente ocupada y no pensar en nada. Prefiero no pensar en lo poco que me queda por estar aquí. Sólo quiero disfrutar intensamente de este momento, de tu presencia. Sólo aspiro a eso, a exprimir al máximo cada segundo que me quede- contestó haciendo varías pausas. Su debilidad apenas le dejaba dar el habla, y, tras cerrar los ojos, sucumbió ante el sueño.

Ángeles se asomó a la habitación con la cara desfigurada, entró con cuidado de no despertarle y se abrazó a mí. Estaba destrozada, y a pesar de no articular palabra alguna entendí perfectamente todo lo que sentía. Yo me encontraba igual de abatido que ella, aunque las curiosas conversaciones que mantenía con él me hacían sentir esta enfermedad de una forma extraña. Mis ganas de llorar se esfumaban sin explicación alguna y resultaba como si Berto actuase psicológicamente sobre mí, como realizándome una especie de terapia de preparación para su muerte. Él me hablaba constantemente de su final con mucha naturalidad, tanto que inconscientemente me ayudaba a aceptarlo mejor, sin dramatismo.

Aquella noche la pasó relativamente en calma y por la mañana amaneció con unas incontenibles ganas de cantar:

- ¡Prefiero escuchar tu voz, antes que ver el sol! –canturreó-. Cada vez que escuchaba esa canción me acordaba de ti- me dijo.

- ¿Cómo te encuentras?- me apresuré a preguntarle.

- Creo que me equivoqué y cogí el caramelo amargo de la caja de la vida. Siento que ya está llegando a su fin. Me queda poco por saborearlo. ¿Y tú, cómo estás?

- Como estoy yo no importa, Berto. Yo no estoy enfermo.

- Pues parece que sí, este no es el José que yo conozco. No me gustaría marcharme dejándote con esa cara, intenta recordar siempre lo bien que lo hemos pasado. Me gustaría dejar aquí al José de la playa, aquel que miraba de reojo a las que hacían “topless”. Me encantaba contemplar la cara de tonto que se te ponía.

- Resulta muy difícil mostrarte una sonrisa en esta situación.- traté de explicarle.

- Ya te he dicho que no me voy para siempre, te estaré esperando en un sitio mejor. Tengo en mi mente forjado un destino maravilloso, algo parecido al cielo, aunque creo que supera con creces ese firmamento del que tanto nos han hablado.

- Berto, hay veces que no te entiendo, que no sé de qué hablas.

- En su momento lo entenderás. Tendrás tu explicación a su debido momento. ¿Te acuerdas de aquel beso que nunca encontré?

- Sí.

- Tú has sido de los pocos hombres que han entendido por qué era tan especial ese beso, y tal vez por ello lo supiste encontrar.

- Y tú, ¿por qué no lo has encontrado, Berto? Siempre ha sido muy cariñoso.

- Puede que me pasara como a don Pedro…, puede que yo tanbien haya sido un cobarde.

- A mi me pareces de todo menos cobarde. Solamente hay que ver cómo afrontas tu enfermedad.

- El amor puede hacer más daño que un cáncer. Te puede romper el corazón en mil pedazos en menos tiempo que una enfermedad.

- Siempre hablas del amor con tristeza- contesté.

- Será porque nunca encontré mi media naranja, la otra parte de la concha que se acople a mí. No todo el mundo tiene la suerte de encontrar a alguien como Ángeles.

- No me digas eso, me haces sentir mal.

- José, creo que nunca cruzaré mi pasarela, que me he quedado en la mitad de su recorrido. Jamás experimentaré la sensación de llegar a su final.

- Cállate, Berto ¡Por favor!

- Nunca cruzaré mi puente- repitió con dificultad-. Como siempre me he quedado a medio camino, ahogado en la pequeña fuente que hay debajo. Desde allí esperaré ansioso a las parejas de enamorados que pasean. Allí, completamente solo, los veré volar sobre mí. Yo seré su mar y ellos las gaviotas que alegremente agitan sus alas para volar sobre mí. Nunca cruzaré mi puente… Seré una de esas infinitas gotas de agua que intentan alcanzarlo inútilmente, seré un alma húmeda y transparente, un ser sin sentido que sube y baja al antojo de alguno de los múltiples chorros de esa hermosa fuente. Solamente podré dejarme llevar, sin ser dueño de mi camino, de mi destino, y donde me lleve la corriente allí iré. Nunca cruzaré mi puente…

- Venga, Berto. No hables más. Estás muy débil y debes guardar fuerzas. Olvídate de él, tan sólo es un puente.

- ¡No! Es mucho más- gritó sin fuerzas-. Porque sé que al final de él estaba esperándome mi beso, ese beso mágico que toda mi vida he buscado.


2 comentarios:

  1. Voy imprimiendo de a poco, para leerle atodo.

    Saludos

    ResponderBorrar
  2. hola cuty de donde le sale a usted tanta imaginacion???? jejeje saluditos! y seguire leyendo

    ResponderBorrar