martes, 27 de abril de 2010

LA NOVELA; OCTAVA PARTE:


         La Boda.
         Tras tres meses de intensos preparativos y de los típicos nervios por parte de la novia, llegó el último fin de semana de soltero. Berto se empeñó en llevarme una noche de marcha para despedir mi soltería, pero…, como comprenderéis, con sólo dos personas no iba a resultar una fiesta inolvidable. Pero cualquiera le decía que no y acepté.
         Fue un viernes noche, y pasó a recogerme con su coche puntualmente. Me dijo que me llevaría a un lugar tranquilo a tomar unas copas y puso rumbo a la capital. Tras unos cuarenta minutos llegamos al sitio en cuestión: El Cielo. ¡Sí! Así se llamaba aquel local; o al menos eso es lo que ponía en el descomunal letrero de neón azul que había sobre la entrada.
        Aquello aparentemente parecía una discoteca y junto a su puerta merodeaba un gigantesco hombre de raza negra, un auténtico armario empotrado. Nunca había visto nada igual, músculos por aquí y por allá; una bestia humana. Yo, como confiaba plenamente en Berto, me dejé llevar y le acompañé hasta la puerta.
-         ¡Buenas noches!- saludó Berto intentando agradar a aquel gigantón.
-         Documentación- se limitó a decir con cara de pocos amigos.
-         ¡Tome!- contestó Berto   enseñándole su carné de identidad.
-         Puede pasar- asintió el vigilante a la misma vez que le abría la puerta. Yo en cambio me quedé allí, solo ante él, y os aseguro que no resultaba la mejor manera de empezar una noche de fiesta-. ¡Usted! Déme su carné- me pidió sin mostrar ni una pizca de amabilidad.
-         Claro que sí, tome. Aquí lo tiene- le contesté esbozando una sonrisa de anuncio de dentífrico, intentando mostrarme lo más simpático posible.
-         ¿Es usted José?- preguntó.
-         Sí, ¿Por qué?
-         Acompáñeme.

           Yo le seguí por otra puerta distinta a la que uso Berto. A través de un pasillo completamente oscuro; cuando de pronto, inesperadamente, alguien me sujeto bruscamente por detrás. No sabía qué sucedía, pero sin apenas darme cuenta otra persona comenzó a quitarme la ropa y el calzado. Yo grité asustado. Chillé hasta que la grave voz de aquel musculoso negro me dijo:
-         ¡Si sigues gritando te mato!
     Como comprenderéis quedé en silencio tras escuchar sus amenazantes palabras y pensé que querrían robarme o algo parecido; o que, posiblemente, me habrían confundido con otra persona. Pero puedo aseguraros que estaba aterrorizado y no sabía qué hacer. Después me obligaron a sentarme en una silla amenazándome con un objeto frío y afilado sobre mi cuello. Todo seguía muy oscuro y me preguntaba una y otra vez dónde se habría metido el pobre Berto
     La respuesta a mi angustiada pregunta la adiviné escasos segundos después. Pues…cuando creía que aquello era el comienzo de alguna jodida historia, se abrió el telón. Y allí estaba yo, en medio de un escenario y rodeado de cientos de ángeles gritando:
-         ¡Sorpresa! ¡Sorpresa!
    Me encontraba en una inesperada fiesta que Berto  había preparado en secreto con todos sus amigos de la universidad. Y claro que me desnudaron en un cuarto oscuro, pero fue para vestirme de demonio; y sobre mi cuello, aquello que yo creí un cuchillo que me amenazaba mortalmente, era simplemente un tridente de juguete haciendo juego con mi bonito disfraz.
    La música comenzó a sonar y todo el mundo se puso a bailar alrededor mío felicitándome, uno tras otro, por mi inminente matrimonio. Resultaba gente encantadora, desinhibida, donde cada uno iba a su rollo y resultaba indiferente si bailabas bien o mal. Sí realmente existía algún lugar en la Tierra que se pareciese el cielo era aquel, pues  aquellas incandescentes luces azules repartidas por todo el local y  el agradable clima de cariño que se respiraba le daban un ambiente casi celestial. Todos vestían igual, con un imponente braguero de plumas blancas a juego con sus coquetas alitas. Nunca estuve en un lugar donde hubiese tanta gente disfrutando de la compañía de los demás, parecía que me conocían de toda la vida y, la verdad, me hicieron pasar una noche inolvidable. Aunque el punto culminante de la fiesta fue un estriptis que me hizo aquel musculoso vigilante negro que me encontré en la entrada, el mismo que trató de intimidarme al llegar. Al final resultó ser un verdadero y sensual artista.
    Creo que nunca olvidaré aquella noche en “El Cielo”, con tanto ángel y tanta pluma. Resultó mágica, y para mí fue la despedida de solteros perfecta.

Bueno, dejando atrás esa macro-fiesta, llegó el momento de ultimar los preparativos de la iglesia. Los días esa semana pasaron volando, como si tuviesen menos de veinticuatro horas. Quedaban tan sólo dos para la boda, y mientras Berto y Ángeles elegían las flores para el altar, yo quedé en reunirme con el cura en la sacristía; me había llamado por teléfono rogándome que me acercase para hablar con él.
-         ¡Buena tardes, don Pedro!- le dije al verle.
-          Hola, José. ¡Madre mía, cómo ha pasado el tiempo!- dijo sonriendo-. Parece que fue ayer cuando corríais por aquí jugando.
-         ¡Sí! Qué buenos tiempos aquellos en los que Berto y yo éramos sus monaguillos.
-         Sí…, desde luego- asintió haciendo un gesto raro con los ojos.
-         Bueno, dígame para qué quería verme- le pregunté.
-         Escucha, José, intentaré no andarme por las ramas- dijo más serio-. Creo que deberías cambiar de padrino.
-         ¿Por qué? Ángeles está de acuerdo y su padre no se ha enfadado.
-         No, no es por su padre. Es por Berto, creo que no reúne las condiciones adecuadas para ser el padrino en un acto litúrgico.
-         ¿De qué me está hablando?
-         Sabes muy bien de qué te estoy hablando. Berto vive en pecado y no puede participar en ningún acto religioso. Ni tan siquiera puede comulgar. ¿Debes buscarte otro padrino?
-         Pero, don Pedro, usted lo conoce bien y sabe que es un buen chico. Además, nos hemos criado juntos, como hermanos, y me hace especial ilusión que sea él.
-         Lo siento, pero no puedo- me dijo sin tan siquiera pensárselo.
 
           Yo quedé momentáneamente en silencio, sin poder creer lo que estaban escuchando mis oídos. Aquel hombre nos conocía perfectamente y toda la conversación que mantuvimos estaba fuera de lugar. Él sabía que no existía nadie que se mereciese más ser mi padrino, y exploté.
-         ¡Berto será mi padrino!- le dije amenazante-. Y usted me va a casar pasado mañana. El sábado, cuando Berto entre por esa puerta acompañando a la que va a ser mi mujer, usted lo recibirá con la mejor de sus sonrisas. ¿Me entiende? Porque si no le prenderé fuego a esta iglesia con usted dentro. Porque si no le montaré el mayor escándalo que haya vivido nunca la iglesia. ¡Usted me casará!- le insistí-. Y no se preocupe por si Dios le castiga, ya me encargaré yo de ir al infierno por usted. No creo que le importe que un buen amigo sea mi padrino cuando su hijo, Jesús, iba siempre rodeado de hombres, de doce más concretamente, de todos sus discípulos; tanto de día como de noche. Y usted, en mi boda, hará como Él: acompañará a sus antiguos discípulos con alegría, a sus antiguos monaguillos; esos mismos que le robaban las galletas de chocolate sin que usted se enterase, esos mismos que pasaron parte de su infancia jugando entre estos viejos muros. Y al terminar, usted, al igual que hizo Jesús, pondrá su mejilla para que se la bese, y yo haré igual que hizo Judas: le daré un falso beso, un cínico gesto que se clavará en su piadoso corazón. Así le pagaré el día de mi boda, con un beso de Judas.

             Aquella desatada respuesta le dejó mudo. Supongo que no se esperaba que le hablase de esa forma tan airada. Supongo que pensó que podría refugiarse bajo su sotana de cura.
-         José, entiéndelo. No te enfades- dijo apurado.
-         Don Pedro, yo no me enfado. Solamente le digo que si usted estropea el día más feliz de mi vida, nunca… ¡Escúcheme bien! Nunca podrá decir que es usted una buena persona ni un buen cristiano.

      Él quedo callado de nuevo, sin palabras. Sabía que yo llevaba razón aunque su doctrina rezaba todo lo contrario. Ahora sería él el que debería estar dos noches en vela pensando qué hacer, en ese momento estaba la pelota en su tejado, porque lo que yo tenía clarísimo es que el sábado, a las seis de la tarde, don Pedro me casaría. Por la buenas o… por las malas.  
     Como comprenderéis no le dije nada a Ángeles ni a Berto, decidí que con que lo supiese yo ya era suficiente; solamente conseguiría empeorar más las cosas. De todas formas creía que conocía bien a aquel sacerdote, siempre había sido un hombre bastante coherente y pensaba que aquel día también lo sería.

    Por fin llegó la esperada fecha: el ansiado día de la boda. Yo, impecablemente trajeado, esperaba a la novia en el interior de la iglesia, junto al altar. Los invitados me miraban atentamente buscando algún resquicio de nerviosismo en mi persona, aunque, no sé por qué extraña razón, me encontraba tranquilo, muy relajado. De vez en cuando metía la mano en el bolsillo de mi pantalón para comprobar si seguía allí una pequeña caja que había guardado.
A las seis en punto, cuando las campanas comenzaron a repicar el último cuarto que anunciaba el comienzo de la misa, apareció ella. Una angelical figura encaró lentamente el pasillo central de la iglesia provocando que mis abrumados ojos se clavaran sobre ella como si fuesen la primera vez que la contemplasen. Estaba pletórica, y pensé que ni la más hermosa princesa de este mundo podía rivalizar con ella en elegancia y finura. Un sinuoso velo caía sobre su cara dejando delicadamente asomarse su aterciopelada sonrisa. Sus pasos hacía mí fueron aumentando mis palpitaciones que, poco a poco, segundo a segundo, se fundieron en un abrumador nerviosismo que provocaron mis primeros temblores. Yo, en un acto nervioso, sin poder disimular que estaba hecho un manojo de nervios, continuaba toqueteando con la punta de mis dedos aquella pequeña caja que llevaba en mi bolsillo…
    Junto a ella venía acompañándola Berto, que muy señorial hacía las veces de padrino. Su orgulloso y estirado porte parecía decir: aquí estoy yo, junto a la novia más guapa del mundo. Y, aunque yo no podía de dejar de mirar a Ángeles, debo decir que los instantes que me fijé en él también me llenaron de gozo porque nunca antes lo había visto tan ilusionado.
     Una vez que llegaron a mi altura, junto al floreado altar, se fueron colocando cada uno en su lugar correspondiente. La música nupcial dejó de sonar y tan sólo faltaba que saliese el cura para oficiar la misa. Yo, sabiendo la tensa conversación que habíamos mantenido días atrás, me empecé a impacientar ante su ausencia. Tuvieron que pasar unos interminables segundos para que por fin decidiese aparecer. Se presentó con la mejor toga que tenía en su armario, una de color verde con bordados en oro que sólo usaba para los actos más solemnes como las misas del gallo o las contadas visitas del obispo. Se dirigió hacia el altar con paso decidido, y como yo le recomendé, con una de sus mejores sonrisas.
   La verdad es que aquel hombre se comportó de una forma excepcional, y ofició una de las misas más bonitas que yo recuerdo. Se volcó de lleno en aquel acto litúrgico provocando varias veces los aplausos de los asistentes. Ya os digo, ¡una maravilla!
   Al terminar la misa y tras las oportunas fotos de rigor, me acerqué a la sacristía para agradecerle el esmero y el cariño con que nos había casado; era lo menos que podía hacer después de haberle hablado tan groseramente la última vez:
-         Muchas gracias, don Pedro. Espero que sepa disculpar mi actitud del otro día.
-         ¿Qué actitud? –me preguntó con cara de extrañeza-. Si alguien tiene que disculparse, ese soy yo.
-         No le entiendo. Pero si fui yo quien…
-         ¡Tranquilo, José! Hay veces que uno se encierra tanto en sus creencias que olvida el lado humano de la vida. Piensa que los sacerdotes somos simples corderos de un amplio rebaño guiado por su pastor, un ganado que no es libre para pastar a sus anchas, sino que transita por el camino que previamente tiene marcado. Si algún de ellos rompe esa armonía y se sale del rebaño, rápidamente vendrá el perro del pastor para encauzarle otra vez por su sendero. Yo, hoy, sólo he sido eso: un pobre cordero descarriado, aunque no creo que venga ningún perro para ayudarme a encontrar el camino. Supongo que yo solo deberé buscar de nuevo esa difícil ruta que nos marca el Señor, ese inexplicable camino que a veces sigo sin llegar a entender por qué debe recorrerse.

           Yo escuché aquella escueta explicación sin poder dejar de mirar sus tristes ojos, sin saber a quién debía darle las gracias: si a aquella persona que tenía ante mí, un pobre sacerdote que dudaba de sus más profundas convicciones; o a un hombre sincero que un día, exactamente a las seis de la tarde, decidió reencontrarse consigo mismo.
-         ¡Sabía que no me fallaría!- le confesé emocionado-. Usted siempre ha sido una buena persona.
-         Yo también sabía que no hablabas en serió la otra tarde. Imagino que no le ibas a prender fuego a la iglesia. ¿Verdad?
     
          Entonces, un poco avergonzado y sin llegar a contestarle, introduje la mano en mi bolsillo y saqué la pequeña caja que llevaba guardada; esa misma que estuve toqueteando nerviosamente  antes de comenzar la misa. Después, mientras abandonaba lentamente la sacristía, la dejé sobre una mesa que había junto a la salida. ¡Sí! Cómo bien estaréis pensando, se trataba de una caja de cerillas. Y sí, estaba dispuesto a usarla junto a una botella de gasolina que había escondido bajo el asiento del confesionario si llega a aparecer el cura con el que hablé días atrás, aquel tan soberbio que se había olvidado de escuchar a su noble corazón. Por suerte, el sacerdote que vino a casarme no era esa misma persona con la que yo discutí, por suerte éste era mucho más cordial, el mismo que conocimos cuando éramos unos infantiles monaguillos…

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