viernes, 7 de mayo de 2010

LA NOVELA; DECIMA OCTAVA PARTE, EL FINAL:


La pasarela.

Hoy hace diez meses que murió Berto, trescientos cinco días en los que no ha habido un minuto que no me acuerde de él. Parece mentira lo rápido que pasa el tiempo, lo veloz e intransigente que resultan las silenciosa agujas del reloj. Necesité media vida para entender su amistad, un motón de años para saber lo difícil que es encontrar un buen amigo; y en cambio, en apenas un segundo lo perdí.

Supongo que todos tenemos amiguetes o conocidos, esas efímeras amistades que duran el tiempo justo de poder obtener de ellos lo que se necesita. Resulta relativamente fácil creer que tenemos un amigo cuando todo marcha bien, cuando no es molesto y un simple saludo es el precio a pagar por su amistad.

Pero la cosa cambia de forma radical cuando uno debe hacer un esfuerzo para permanecer junto a él en los malos momentos. Entonces te das cuenta que nadie quiere a nadie, que todos aquellos que te rodeaban eran sólo un mero escaparate de intenciones. De pronto no hay nadie, desaparecen igual que lo hace el mar filtrándose en la arena, sin hacer ruido. Y es en ese preciso momento cuando aparece la verdadera amistad, la que se preocupa y desvela por ti. Ahora comprendo porque una simple conversación sentados en el bordillo de la acera supone un verdadero tesoro. Esos intrascendentales momentos junto a un amigo son lo que queda en el duro camino de la amistad. Y yo, a día de hoy, me aferro a ellos con cariño para seguir recordándolo con alegría.

Hoy hace diez meses que murió Berto, mi amigo Berto, y por fin hoy se va a inaugurar su pasarela. Ha venido mucha gente: prensa, autoridades, ciudadanos, y cómo no, su familia. A su hermano no cesan de felicitarle por la majestosa obra que Berto creó. Se le ve orgulloso, satisfecho por que alguien de su familia fuese capaz de ideal una maravilla arquitectónica como esa. Imagino que ya no se acuerdan de él, de su esencia, de su delicada figura. Imagino que no querrán recordar la vergüenza que sintieron, los reproches, el darle la espalda cuando más los necesitaba.

Yo los observo desde la distancia, desde otro viejo puente que hay más abajo, y la rabia me recome. Junto a mi está Ángeles, y simplemente hacemos tiempo para que se vayan todos y poder visitarlo. En la espera me recreo contemplándolo, contando los tirantes que lo sustenta, comprobando que coinciden con el número de escalones que nos separaban. Aunque ahora puede que lo vea de manera diferente, puede que más que separarnos, aquellos escalones nos uniesen, el uno al otro, su vida a la mía, como ahora hace ese nuevo puente entre la parte antigua de la ciudad y la nueva.

Sin embargo a pesar de toda su belleza, de todo el esplendor que supone esa paralela, no puedo apartar mi mirada de la solitaria fuente que hay debajo de ella porque sé que su espíritu quiere vivir allí, anhela estar en sus tranquilas aguas o en sus juguetones chorros. A nadie se le hubiese ocurrido colocar una fuente en medio del cauce seco de un río, parece absurdo, una genial locura que solamente una mente libre como la suya fue capaz de visionar. Yo sé que él quiere vivir allí. Y por eso estoy deseando que todo aquel enjambre de avispas se marche, se disperse en su cinismo y nos dejen inaugurar la pasarela como verdaderamente se merece: con amor.

Tras esperar casi cuarenta minutos la pasarela ha quedado desierta, acompañada únicamente por los tenues focos que la iluminan en esta cerrada noche. Hace frío. El gélido aire acaricia nuestros rostros recordándonos que tenemos una visita pendiente y que ha llegado el esperado momento de cumplir el último deseo de mi amigo.

Ángeles y yo nos situamos ante ella, en el preciso lugar donde debían comenzar a separarse los caminos de unos enamorados, nuestros caminos. Así lo describía Berto, como el comienzo de un mágico beso.

Mi mujer ha traído una rosa. Es blanca, y dice que sus inmaculados pétalos le recuerdan a él, a su mirada limpia, a su transparente pensar. Una rosa blanca, como su sonrisa, su amistad…

Nerviosos, comenzamos a caminar sobre ella separando nuestros senderos, distanciando nuestros latidos, pero con un mismo destino: su final.

Mis pasos aunque resultan lentos son firmes, sin dudar; dejándome llevar embargado por un escalofrío que recorre mi cuerpo. Ella me mira sin pestañear, sin permitir que la pena florezca en mí. Me mira con sus calidos y oscuros ojos, apartando el frío que quiere empapar mi alma. Sabe que su mirada es mi compañera por este duro camino que ahora recorro, sabe que si por un instante la apartase me derrumbaría como un frágil castillo de naipes.

Camino. Mis pies avanzan uno tras de otro separando mi silueta de la de suya. Y así, seguimos atravesando este puente de amor hasta llegar a la mitad de su recorrido, hasta su ecuador, el lugar donde nuestros cuerpos se encuentran más distanciados. Este es el lugar preciso. Ahora, entre ella y yo sólo existe el vació, y bajo éste, la bulliciosa fuente de agua.

Los dos, como si hubiésemos ensayado este momento durante toda nuestra vida, nos asomamos a la vez. Contemplamos sus alegres chorros intentando alcanzarnos, y aunque insisten nunca consiguen llegar a nuestra altura. Sé que este es el momento que he de dejar de mirar a Ángeles, y por fin se que puedo sacar lo que traje escondido. No es nada material, nada que se pueda comprar; sino algo mucho más íntimo que guardo desde el día que Berto murió: una lágrima.

Él, en su última carta, me dijo que estaría esperando en una coqueta habitación que mi corazón le tenía reservada, que allí permanecería hasta que por fin encontrase un lugar más bonito. Y la verdad, creo que ya lo he encontrado. Sé que Berto quería estar en esta fuente, contemplar como las parejas de enamorados atravesaban su pasarela como si dos aves marineras planeasen por el mar. Berto quería eso, y por ello espero impaciente que salga de dentro de mí.

Ángeles me mira atentamente. Se lleva la blanca rosa junto a su boca, la besa, y sin dudar abre su mano liberándola. Ella no lo sabe, pero en su caída será acompañada por una inesperada lágrima que se ha asomado hasta uno de los balcones de mis lánguidos ojos. Sin demora, recorre mi cara hasta llegar junto a mis resecos labios, aunque esta vez es éste no será su destino. Esa minúscula y salada gota es él, es Berto. La conozco porque ya la sentí una vez pasear por mis mejillas, la conozco porque salta sin recelo hacia el vacío, hacia su fuente, cayendo al unísono con la flor. Yo la sigo fijamente con la mirada, observándola resplandecer en su recorrido, como si fuese el brillante de un anillo de compromiso. La sigo en su caída hasta que por fin se zambulle en la fuente.

¡Ya está! Por fin Berto podrá disfrutar de su obra, de su puente… de su pasarela.

Una rara sensación me indica que he hecho lo correcto, que he llevado a su destino un sentimiento. Ahora sé que él está en su cielo.

Puede que en este momento yo me haya convertido en una de esas gaviotas que él tanto nombraba y solamente deba continuar mi vuelo hasta el final, hacia el lugar donde me encontraré con mi amada. Agito mis alas impaciente, sin mirar abajo, deseando llegar para abrazarla.

Ella me espera. Con su mirada sigue mi lento recorrido y sus brazos abiertos me reciben con cariño, y me dejo rodear por ellos. Me abraza, me busca, me besa. Siento que he encontrado mi otra mitad, la otra concha que me convierte en un ser completo, como una ostra. Creo que Ángeles es eso, mi otra concha. Y puede que la perla que había dentro escondida fuese un beso, otro de esos besos señalados que se dan en la vida, uno mágico. Puede que sea como el de Blancanieves, porque con él estoy despertando de un mal sueño, de una pesadilla donde perdí a un amigo, mi mejor amigo.

He descubierto que llevaba razón: este puente es mágico. Quien lo recorra, tal y como él indicó, encontrará su otra mitad, ese trozo de vida que siempre, ocurra lo que ocurra, permanecerá junto a ti. Llevaba razón porque cuando las parejas de enamorados lo atraviesen su amor perdurará de por vida, hasta que la muerte los separe. Ahora lo sé. Por eso todos querrán venir a pasear por él, a traerle una rosa blanca, a besarse en su final.

No quisiera acabar esta biografía con un adiós, porque no tengo ya fuerzas para una palabra definitiva ni para una despedida austera. Será solamente un hasta luego, después nos vemos, ya que cada vez que pueda vendré a verte y pasearé junto a ti. Te traeré a la niña para que contemples como crece, y quién sabe si con el tiempo alguna vez serás testigo de su primer beso.

Por último, decirte que me encantaron las palabras que Ángeles me dijo al final de tu puente, cuando me abrazó con todas sus fuerzas al volvernos a reencontrar. Imagino que desde allá abajo, desde la fuente, se las susurraste al oído:

Te quiero con toda mi alma, y no con el corazón; porque sé que algún día el corazón morirá, pero mi alma permanecerá eternamente junto a ti”.

Gracias por todo. Te quiere, tu amigo y hermano…

… José.


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